De día era una persona triste, peleada con su conciencia,
aburrida y cansada de la monotonía en que se había convertido su vida. Cada día
era lo mismo: levantarse, desayunar, lavadora, preparar la comida para su
marido cuando se levantase, pues trabajaba de noche. Ya no tenía ganas de salir
a pasear ni de quedar con las amigas.
Pero se convertía en otra persona a partir de las nueve de
la noche, cuando su marido se iba a trabajar. Conseguía desprenderse de esa
tristeza y daba rienda suelta a sus ganas de sentirse mujer. La culpa tenía
nombre y apellidos y era la única persona que la había tratado como nadie lo
hizo antes.
Disfrutaba tanto de su compañía, de su voz, de sus caricias… que
durante las dos horas que estaban juntos se olvidaba de todo. No había
remordimiento, culpa, tristeza ni reproche. Tan solo había locura sin control y
total libertad.
Por las mañanas el beso de buenos días de su marido que
volvía de trabajar la devolvía a la cruel realidad. Sabía que no podía seguir
así, pero era consciente de que nunca tendría más que esas dos horas en el
paraíso.
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