Dicen que tener dos hijos no es el doble de trabajo, sino
que es más. Por esa regla de tres, cuando son cuatro los hijos… os podéis
imaginar. Y si a eso le sumamos que unos salen de la adolescencia y otros
entran en ella, el estrés puede ser difícil de llevar.
Vivir en una casa donde
las hormonas están en constante ebullición sumado a esos días que tenéis las
mujeres (y no quiero parecer machista), es lo más parecido a la película del
gran Pedro Almodóvar “mujeres al borde de un ataque de nervios”. Y es que no
hay día (ni hora), que no haya alguien que se suba por las paredes o que
alguien proteste por algo. Y si tuviese escaleras estoy seguro que en algún
momento bajaría alguien haciendo el pino-puente.
Por suerte también hay
momentos de juegos, de risas, de complicidad o de cariño en los que el ambiente
se relaja y todo va como la seda.
Con tanta gente en casa deja de existir la
palabra “intimidad”, pues da igual si te cambias de ropa, si te duchas, si vas
al baño o si te tumbas en la cama un momento; todo eso dejas de hacerlo a solas
porque siempre habrá alguien que tenga que contarte algo. Y claro, es normal
que haya días en los que no veamos el momento
en que todos desaparezcan para irse a la cama y podamos sentarnos en el sofá, tranquilos,
a solas y sin ruido.
Pero os aseguro que no cambiaría todo este caos por nada del
mundo, pues a pesar de todo estoy inmensamente feliz de poder disfrutar de su
compañía y de sus risas, de ver cómo crecen y cómo van cambiando, de sus
abrazos y sus besos de buenas noches… feliz de tenerlos conmigo.