lunes, 23 de marzo de 2015

Historias de Jota. Parte III


Al finalizar la reunión, Ariadna se despidió personalmente de todos los allí congregados. Tal vez fue coincidencia, pero Jota fue el último de los reunidos a los que despidió. Fue fría y distante. No como de jefe a empleado, sino como de compañero al que acabas de conocer y aún mantienes una distancia. Eso terminó de desconcertar a Jota. ¿No se acordaba de él, o aquello que  a Jota le marcó de por vida no fue nada para ella?
De camino hacia su mesa no podía quitarse ese pensamiento de la cabeza. ¿Le ignoró? ¿No se acordaba de él? ¿No le reconoció? ¿Se estaba burlando de él? O peor aún, ¿se estaba vengando por algo que él no conseguía recordar?
El resto del día no consiguió centrarse en el trabajo. No podía quitarse a Ariadna de la cabeza. Incluso estuvo a punto varias veces de entrar en su despacho y hablar con ella. Pero no se atrevía. No sabía si podría soportar que le hubiera olvidado, que para ella hubiera sido sólo un juego lo que para él fue el gran amor de su vida.
Llegada la hora de salir del trabajo cogió fuerzas y, sin pensarlo, fue a su despacho a despedirse, y así comprobar su reacción y saber por dónde iban los tiros. Y allí estaba ella, sentada detrás de su mesa, con la cabeza agachada, revisando unos papeles. La luz del sol entraba por la ventana, haciendo que su pelo rojizo iluminara parte del despacho. Incluso por un momento juraría haber visto su aura rodeándola. Se volvió a quedar helado, sin conseguir articular palabra hasta que ella levantó la vista y lo miró a los ojos. Lo único que consiguió salir de su boca fue un “hasta mañana”, frase que ella repitió con una sonrisa, mezcla de simpatía y “te conozco”, lo que aún desconcertó más a Jota.
Camino de casa no pudo parar de pensar en todo lo ocurrido ese día. El coche llegó a casa como por arte de magia, como si tuviera piloto automático. Aparcó, bajó del coche y se dirigió a casa. Una vez dentro, dejó las llaves en la cesta del mueble de la entrada. Se sentó en el sofá y se quedó mirando al vacío. Le invadió un sentimiento de rabia por no haber hablado con ella. Sabía que iba a ser una noche larga, de insomnio, de no parar de pensar en ella, como así sería. De pronto sonó el móvil, lo que hizo que pegara un salto del sofá. Era un mail. El remitente estaba oculto y dudó en abrirlo por si fuera un virus. Pero le pudo más la curiosidad y terminó abriéndolo.
Se le heló la sangre al leerlo. El mail sólo contenía una palabra: “¿Sorprendido?”


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