Ahí estaba ella, frente a Jota. De repente su mente comenzó
a viajar por los recuerdos y volvió a revivir unos sentimientos que había intentado
olvidar durante años. No supo exactamente cuánto tiempo estuvo convertido en
estatua de sal, pero no reaccionó hasta que un compañero le tocó en el hombro
señalándole dónde tenía una silla libre. La nueva jefa le saludó con un simple
“buenos días”, al que Jota respondió con su habitual buena educación.
Durante las dos horas de reunión, Jota no pudo concentrarse.
Su mente seguía viajando por su pasado. Recordaba cómo hace tiempo, al comienzo
de unas vacaciones de verano y con dieciséis años, conoció a Ariadna.
Ariadna era una chica de pueblo, pero bastante más
espabilada que la mayoría de jóvenes que vivían allí. Tenía casi dos años más
que Jota, el pelo ondulado, de color rojizo oscuro (tal vez por eso a Jota
siempre le volvieron loco las pelirrojas). Era un poco más baja que él. Sus
ojos eran de color miel, grandes y con una mirada que conseguía hechizar al
mejor brujo del reino. Nariz respingona, a juego con una boca perfecta, con
labios carnosos perfectos, dientes colocados perfectamente y una lengua suave y
juguetona. El cuerpo iba completamente acorde con aquel maravilloso rostro.
Jota venía de la ciudad y, aunque como buen caballero, nunca
alardeó de ello, ya había tenido algún contacto con el sexo femenino. Pero con
Ariadna, todo lo aprendido pareció no servir de nada. De día paseaban en
pandilla por el pueblo. Por la noche salían de copas al único pub que había en
aquel pueblo, donde se reunían todos los jóvenes. Allí Jota se lo pasaba mejor
que bien entre amigos y copas. Pero lo mejor venía al final, a la hora de la
despedida. Cuando ya se despedían de los amigos y Jota acompañaba a Ariadna a
su casa, era como viajar a un planeta nuevo, descubriendo cada rincón y
dejándose embriagar por la adrenalina de una nueva experiencia. Jota aprendió
mucho de ella. Incluso ella aprendió algo de él. La verdad es que fue un amor
de verano que Jota nunca pudo olvidar, donde llegó a sentir algo que nunca más
se repitió. Si bien es verdad que tuvo bastantes relaciones después, incluso
alguna de ellas serias, nunca llegó a sentirse tan lleno como le hizo sentir
Ariadna.
Se despidieron la última noche de aquellas vacaciones,
siendo conscientes de la distancia que les separaba, pero con la firme promesa
del recuerdo eterno. Esa noche se lo dieron todo el uno al otro. Noche de
pasión y amor que no podría describir ni el mismísimo Shakespeare. Noche de
besos, caricias, sudor y gemidos que hasta la Luna cerró los ojos asombrada por
lo que no había visto en todos los años de su existencia y envidiosa porque nunca
tendría algo tan puro y tan grande como era el sentimiento que invadía a esa
pareja.
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